RAUL RIVERO
Especial para El Nuevo Herald
Desde mi celda podía ver a Tania Quintero, el rostro escamoteado
por las
líneas de hierro de la reja. Escuchaba la voz ronca de Odalys
Curbelo y
presentan a Dulce Mara de Quesada, quieta y silenciosa, sentada al
borde de
la cama de cemento gris. Cerca de ese sótano oscuro donde estábamos,
se
celebraba el juicio de los cuatro integrantes del Grupo de Trabajo
de la
Disidencia Interna.
Tania quiso asistir porque es prima hermana de Vladimiro Roca. Odalys
porque lo iba a cubrir como periodista y Dulce Mara, bibliotecaria
retirada,
activista de un grupo opositor, porque se sentía en el derecho
de tener un
gesto de solidaridad con los acusados.
Yo, que estaba encerrado con ocho presos comunes --peligrosidad,
proxenetismo, abuso lascivo y asalto a mano armada-- también
quería seguir
la vista oral como comunicador, como ciudadano cubano y como amigo
de
los cuatro intelectuales que estaban juzgando. Desde luego que fueron
muchas las ideas que pasaban por mi cabeza y muchos los sentimientos
que
experimenté en esas 30 horas de calabozo.
Pero con el paso de los días queda la vergüenza, la pena,
el bochorno, la
tristeza por Cuba, en un sitio prominente de la memoria. ¿Qué
hacen --me
preguntaba-- tres mujeres cubanas profesionales y decentes en una celda
de
una estación de policía? ¿Qué pasa en Cuba
que tres hijas de este país, de
diferentes generaciones y de distinta formación y origen político
tienen que ser
arrestadas en las calles y puestas en una cárcel con unas jóvenes
acusadas de
prostitución, y otra mujer involucrada en un robo con fuerza?
Al margen de mis flaquezas corporales y las crisis de la servidumbre
de mis
hábitos, creo que sentí más molestia y dolor por
la prisión de mis tres amigas
que por la mía. Porque percibí su castigo como un símbolo,
como las
anticipaciones de una hoguera sacrificial.
Tania y Odalys --al igual que Marvin Hernández, que ya llevaban
48 horas
presas y en huelga de hambre, en Cienfuegos-- con este ejercicio del
periodismo alternativo dentro de Cuba están dando un pequeño
recital de
profesionalismo, entereza y rigor.
Me faltaba todavía, unas horas después de quedar en libertad
relativa, un
encuentro singular con Marta Beatriz Roque Cabello. De repente está
en la
sala de mi casa. La brillante economista que ama la poesía y
la buena música
está pero con su uniforme de presa y en la pantalla del televisor,
mientras un
adusto locutor la insultaba diciéndole apátrida y marioneta
del imperio.
Como la visita de Marta Beatriz se produce de forma tan peculiar, no
pude
comentar con ella una nota que me envió desde la prisión
de Manto negro, a
fines de 1998. ``Aquí estamos -decía--, sin ninguna solución
a vistas pero con
mucha fe en Dios porque para él no hay nada imposible''. Marta
Beatriz me
pide algo: ``Quiero que me recopiles algunos materiales sobre la globalización
neoliberal y la crisis financiera asiática. Quiero dejar plasmados
mis criterios
sobre el tema. Saluda a Blanca y dile que recuerdo su buen café.
Ojalá Dios
permita que pronto pueda volver a tomarlo, sentados juntos en la sala
de tu
casa''.
En verdad, la presencia de algunas mujeres en Cuba este año ha
sido
inquietante y extraña. Estuve con Tania, Odalys y Dulce Mara
en un calabozo
y Marta Beatriz fue a mi casa y no pude ni brindarle café.
Copyright 1999 El Nuevo Herald