Una madre cubana evoca cómo 'la seguridad' le mató a su hijo
KETTY RODRIGUEZ
El Nuevo Herald
Nunca antes desde que Fidel Castro llegó al poder había
visto la ciudad de
Regla, separada de La Habana sólo por la entrada de la bahía,
una prueba de
indignación popular tan estremecedora.
Todo comenzó la madrugada del 12 de octubre de 1993.
Hacía tres horas que su hijo Luis, de 22 años, había
salido en un tractor con
ocho amigos hacia la playa de Celimar, donde abordaría una balsa
para irse a
Estados Unidos, cuando Esther Quevedo tuvo un terrible presentimiento.
Sentada frente a una imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre y con
una vela
encendida, que se apagó tres veces, la mujer sintió que
le habían matado a su
hijo.
Luis Quevedo y sus amigos fueron interceptados por agentes de la seguridad
del
estado cubana antes de llegar a la playa. Al escuchar que les disparaban,
todos
corrieron y pudieron escapar. Todos, menos uno: Luis.
Al otro día, uno de los sobrevivientes que presenció a
escondidas el asesinato
fue a la casa de los familiares para contarles lo sucedido.
``Le dieron un tiro por los testículos, le partieron los dientes,
los pómulos y lo
golpearon en la cabeza'', le relató el testigo a Esther, quien
llegó recientemente
a Miami como refugiada política.
``No me den más, que las piernas se me van'', fueron las palabras
del joven. ``Ya
tenía hemorragia interna'', comenta ahora la madre en medio
del llanto
incontenible.
Un alto oficial cubano aseguró a la familia que la muerte de
Luis Quevedo había
sido accidental. ``Le fui arriba y le caí a golpes'', recordó
Esther, ``y le dije
asesino''.
El cadáver fue entregado a los familiares en estado de descomposición
para
borrar las huellas de la golpiza. Desesperada, Esther rompió
el ataúd, revisó el
cadáver de su hijo y se desmayó cuando le vio los dientes
partidos.
``!Abajo Fidel, abajo el comunismo, abajo la tiranía!'', salió
a gritar en plena calle,
y una multitud fue tras ella.
``Todo el mundo me siguió, incluso aquellos que simpatizaban
y estaban
comprometidos con el sistema. Yo no obligué a nadie'', cuenta
Esther. A partir
de ese momento, ella y su familia fueron objeto de persecución,
amenazas y
encarcelamientos sucesivos.
``Encerraron a dos de mis otros siete hijos --Daniel Santana y Manuel
Paz-- y
les dieron tremendas palizas'', dice.
Representantes del gobierno le hicieron ofrecimientos --como darle una
casa y
otros privilegios-- para hacerla callar. ``Yo no quiero nada, perros;
lo único que
quiero es la vida de mi hijo, y ustedes se la quitaron'', fue su respuesta.
La mujer desafió, durante los últimos siete años
de su estancia en Cuba, a los
comités de defensa de la revolución (CDR) y sus mítines
de repudio. Enfrentó a
agentes de las fuerzas de seguridad del régimen castrista; les
insultó y les
escupió la cara.
``Conmigo no se llegaron a meter. No se atrevieron, a pesar de que siempre
les
decía la verdad'', recuerda.
Su casa fue sometida a innumerables y minuciosos registros en busca
de
propaganda contra el gobierno.
``Para tumbar a Fidel hay que hacerlo subversivamente y no con proclamas
bobas. Con eso no voy a ganar nada'', les decía Esther a los
agentes.
En una oportunidad le ofrecieron una ``salida deshonrosa'' del país,
que fue
rechazada de plano. ``Ustedes no tienen moral para eso. Yo soy una
mujer de
principios (...) y me voy de mi país cuando yo quiera'', les
respondió.
Hace tres meses, y después de innumerables negativas, vino a
Estados Unidos.
Hoy vive en un humilde apartamento de La Pequeña Habana con
una amiga de la
infancia. No tiene trabajo, y la ayuda del gobierno federal, que dejará
de recibir
dentro de poco, es de $180 al mes.
``Estoy enferma de los nervios. Esto ha destrozado mi vida... Desde
1974,
cuando fusilaron a mi hermano, estoy sufriendo las desgracias del comunismo'',
asegura.
Desde lejos extraña su patria y teme que el gobierno tome represalias
contra el
único hijo que le queda en la isla, Eduardo Paz, de 38 años.
Cuba es una gran hipocresía, dice. ``Lo único que espera
la gente es la muerte
de Fidel''.