La construcción de Rigoberta Menchú
Estuardo Zapeta
Reafirmo mi convicción: hemos llegado a la Era Post-Menchú.
En breve, mi clasificación, si bien un tanto en la línea
ideológica y por lo
cual limitada, partía del establecimiento del movimiento
indígena
guatemalteco como uno de los movimientos sociales más
fuertes de
Latinoamérica, y del cual se podían identificar,
en mi opinión, cinco
expresiones claramente definidas a partir de las diferenciaciones
discursivas: 1) el grupo populista-revolucionario, identificado,
aún hoy, con
el movimiento guerrillero; 2) un grupo etnicista radical, el
cual pretendía
reivindicaciones extremas que caían casi en la eliminación
total del mestizo;
3) un grupo pro gobiernista, el que siempre estaría buscando
quedar bien
con cualquier gobierno de turno para compartir cuota de poder;
4) un
grupo desarrollista que consideraba el trabajo comunitario como
único
patrón válido para aproximarnos eficientemente
a la cuestión étnica, y, 5)
un creciente grupo intelectual-culturalista, que si bien tenía
elementos y su
génesis en los cuatro primeros grupos, se establecía
como una nueva voz
dentro de un movimiento dominado por la izquierda y no por la
razón.
Rigoberta Menchú Tum, en sus inicios, fue una eficaz (exagerada
talvez)
construcción del primero y segundo grupos. Fue ella una
mezcla de
etnicismo revolucionario con toques de radicalismo indigenista,
pero sin
mucho sustento conceptual, ya no digamos histórico. Pero
evolucionó a
partir de un acercamiento que tuvo con los más intelectuales
del
movimiento, y del shifting de fuerzas globales de un mundo bipolar
a un
mundo posmoderno, diverso y pluralista: El Mundo de las diversas
Verdades.
Dentro del movimiento indígena se estableció aquel
dicho que Rigoberta no
se ganó el Nobel, sino que a ella se lo dieron para que
se lo ganara. Justa o
no esa aseveración, lo interesante era que se notaba una
hegemonía del ala
izquierdista dentro del Movimiento, con todo y símbolos.
En esto debo
señalar que la izquierda latinoamericana ha sido muy eficiente
y efectiva
para la creación mártires, símbolos y figuras
que avancen su causa, y le
logren recursos, desde premios hasta cash. Y en eso parece que
para ellos
todo se vale.
Así, los Marcos, los Ches, los Roques Dalton, y las Rigobertas
fueron (en
el pasado) abanderados semióticos de un carnaval de glifos
ideológicos a
ser interpretados por la conciencia y la realidad que se definía
como
latinoamericana.
En sus construcciones ideológicas, hechas pasar por culturalmente
legítimas, la izquierda indígena, ya en Guatemala,
olvidó el concepto y los
principios sobre los cuales se sustentaba (si es que los tuvo),
y lo
importante lo cambió por lo urgente. Y lo urgente era
sostener esa tontera
de que la etnia era igual a la clase.
A escena entraron los intelectuales intentando darle una base
conceptual al
movimiento indígena, pero la corrupción izquierdista,
como gangrena,
estaba ya muy avanzada. De ahí que la mayoría de
intelectuales indígenas
independientes parecen hasta hoy lobos solitarios clamando en
el desierto.
Pero un icono que tuvo mucho auge, y creo que lo sigue teniendo,
a pesar
de los errores cometidos y de los pésimos asesores que
la rodean, es
Rigoberta Menchú, a quien le convendría en estos
momentos de tormenta
emitir un comunicado diciéndonos sus impresiones sobre
el huracán que ha
levantado el libro de David Stoll.
La fortaleza, entonces, de símbolos como Menchú
se sostiene en la
resilencia y el poder del símbolo y del texto. Pero ahí
está precisamente su
mayor debilidad. Es Rigoberta, en mi opinión, solamente
una metáfora del
descalabro de la izquierda latinoamericana, principalmente la
construida a
partir de lo etnicista, que no aprobará el post-test de
la historia.