El Nuevo Herald
3 de noviembre de 2001

Para algunos peruanos el oro es la vida

 EDUARDO OROZCO / Reuters
 LA RINCONADA, Perú

 Con el rostro cruzado por ríos de sudor, Grimaldo Vargas muestra feliz sobre una de sus callosas manos un brillante gramo de oro que le robó a la tierra y le aseguró un día más de alimento a su familia.

 ``Buscar oro aquí es la única oportunidad que he encontrado para ganarme la vida y mantener a mi esposa y dos hijos'', dijo el minero informal, mientras se refugia con su familia del aire helado de la puna bajo una carpa de palos y rasgados plásticos.

 Como Vargas, que tiene 37 años pero cuyo cansado rostro aparenta los 50, otras 7,000 personas arañan todos los días el suelo a 4,800 metros de altitud en el cerro La Rinconada, donde la temperatura algunas tardes toca los seis grados centígrados bajo cero.

 La Rinconada está situada en el departamento de Puno, unos 1,315 kilómetros al sureste de Lima.

 Y es que en Perú, octavo productor mundial de oro, donde escasean los trabajos y más de la mitad de sus 26 millones de habitantes viven con $1.25 por día, muchas personas deben hacer milagros para llevarse un pan a la boca.

 Así, en un buen día de trabajo un minero puede sacar hasta cuatro gramos de oro y cobrar hasta $6 por gramo, pero en uno muy malo, que son la mayoría, nada, salvo un agudo dolor de espalda y los llantos de reclamo de los hambrientos hijos.

 Rodeado de nevados y bajo un cielo de un intenso azul, La Rinconada se avista desde el barroso camino que lo conecta al mundo como un lugar aparentemente tranquilo en que resaltan las líneas de humos de las fogatas usadas de calefacción.

 Por la noche las fogatas dan luz a un poblado que además de carecer de alumbrado, tampoco tiene agua potable ni desagüe por lo que las enfermedades infecciosas y la mortalidad de menores son una constante.

 ``En realidad esto es tierra de nadie, hay mucha codicia y el fuerte le quita al débil por lo que cada uno cuida su veta como puede'', destacó Vargas, que anda con un fierro puntiagudo en la cintura y pala al hombro, mientras toma aguardiente para calentarse.

 No es extraño, en especial entre viernes y domingo, que La Rinconada sea testigo de la muerte de algún minero en peleas callejeras por la propiedad de socavones tras horas de ahogarse en licor.

 Ello, pese a la existencia de un puesto policial instalado recientemente para aminorar el caos en un lugar donde se mueven al año, según el Ministerio de Energía y
 Minas, 3,800 kilogramos de oro por un valor de $35 millones.

 Perú produce anualmente unos 133,000 kilogramos de oro, 14 por ciento de los cuales son sacados de la tierra por miles de mineros artesanales, como los que laboran en el cerro puneño y que extienden sus labores por todo el sur del país.

 La exportación total de oro de este país asciende a $1,150 millones anuales, según datos oficiales.

 El minero, que ha levantado su carpa al lado del ingreso a su oscuro zocavón, cuyas paredes brillan a la luz de linternas, acompaña sus vigilias con tristes canciones de Ayacucho, lugar donde vivía pero abandonó en 1998 acosado por las guerrillas.

 En La Rinconada también se pueden encontrar pobladores de las empobrecidas zonas andinas y las selvas centrales de Perú, de donde unas 530,000 personas huyeron de la violencia en la década de los años 80, que dejó al menos 25,000 muertos.

 Pero si los que se han apropiado de un pedazo de cerro la pasan muchas veces mal, los que no lo tienen y sobreviven como obreros de otros mineros artesanales con más recursos sufren un infierno entre golpes de pico.

 ``Estoy cachorreando [trabajando para otros] desde hace seis meses por aquí en busca de suerte, pero ya vi que no la tengo y me quiero ir pronto porque es terrible trabajar tanto sólo para sobrevivir y mal'', dijo Luis Quesada, recio puneño de 30 años.

 Pero Quesada, en medio de una fuerte lluvia que recoge para beber en una olla, afirmó que abandonar el oro de La Rinconada tampoco le aseguraría una mejora para su futuro, ``sino saltar de una miseria a otra''.

 El minero vive bajo una inmensa roca que le sirve de techo a lo que ha sumado algunos plásticos, maderas y cartones, para sobrevivir a las heladas noches.

 El "cachorreo'' implica trabajar todo un día sacando oro para un empleador, quien por pago no le da alimentos ni dinero a su eventual trabajador, sino la oportunidad de buscar durante todo el día siguiente, el mineral que pueda sacar.

 ``A veces no encontramos nada y si hay suerte lo vendemos al contratista, que siempre se aprovecha y paga menos'', resaltó un sudoroso Quesada, que antes trabajaba de albañil, mientras masca hojas de coca, estimulante para aguantar el duro trabajo a gran altura.

 ``Lo mejor que me podría pasar es hacerme amigo de alguno de los contratistas porque a la hora de cachorrear, te dan un rico frente [veta] de oro y allí sí que se saca bien'', dijo el minero antes de cortar el diálogo y volver a picar un cerro, donde el tiempo puede valer un poco más de metal amarillo.

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