Receta eficaz
VICENTE ECHERRI
''Viva Cuba libre'', la antigua consigna de los independentistas cubanos del siglo XIX, volvió a resonar hace unos días en el Palacio de las Naciones de Ginebra. Al término de una votación en la que el régimen castrista fue condenado nuevamente por sus constantes violaciones de los derechos humanos, el vozarrón de Guillermo Estévez (ex piloto de guerra, ex preso político e incansable denunciante de los crímenes de la dictadura cubana) atronó la sala donde sesionaba la Comisión para los Derechos Humanos de Naciones Unidas en presencia de delegados de los 191 países miembros de la organización internacional.
Al lema de los mambises siguió otro grito no menos estentóreo que servía para unir la afirmación de nuestra identidad como pueblo con la tragedia actual: ''Abajo Castro''. Estévez se convertía así en el vocero de todos los cubanos, desatando con su audaz proclama la cólera de la canalla que el castrismo envía todos los años a Ginebra para intentar intimidar a sus acusadores y a los representantes de otras naciones que los apoyan.
Las dos voces --la proclama de la libertad de Cuba y la del fin del régimen de Castro-- se articulan perfectamente como dos cláusulas de una misma proposición que podría presentarse de esta manera: para que Cuba sea libre es necesario que Castro muera o, simplemente, que desaparezca de la escena política (desde luego, cuando digo Castro no me limito a la persona del tirano, sino a todos sus engendros ideológicos y virtuales sucesores, hasta la tercera y cuarta generación, como amenaza Dios en el Antiguo Testamento).
Ese doble objetivo queda explícito en la nueva política hacia Cuba que acaba de poner en vigor el presidente Bush y que ha provocado tan furiosa reacción en el régimen de La Habana. Siguiendo el principio leninista de exagerar las contradicciones, Castro adelanta la crisis económica que pudieran producir las medidas norteamericanas y ordena el cierre de miles de establecimientos en los que podían adquirirse --con moneda convertible-- ropa, zapatos y equipos electrodomésticos, entre otras cosas; para así aumentar súbitamente los sufrimientos del pueblo y la responsabilidad de Estados Unidos.
Aunque respaldo, por principio, el recrudecimiento de las sanciones económicas que Estados Unidos acaba de imponer a la Cuba sometida del castrismo, me permito ser escéptico tocante a la radicalidad de sus logros. Concedo que estas medidas podrían llegar a constituir un factor, tras muy largo desgaste, en el desplome del régimen; pero, a menos que el documento que se dio a conocer la semana pasada en Washington contenga esos capítulos secretos --que en Cuba han denunciado y que respetables funcionarios del gobierno de Bush se han apresurado a negar-- en los cuales se contemple el recurrir a la opción militar para derrocar al castrismo, no creo que las nuevas restricciones consigan más que resaltar la ilegitimidad actual del régimen (lo cual ya es algo) y, tristemente, acentuar los sufrimientos del pueblo cubano. Para una banda de facinerosos dispuesta a resistir, estas medidas funcionarán casi como incentivos, de no ir seguidas por la artillería y los infantes de marina.
Esto último, sin embargo, es un escenario muy remoto. Cuando políticos y funcionarios norteamericanos insisten en negar la existencia de un plan para ponerle fin al castrismo por la fuerza, yo creo, lamentablemente, que dicen la verdad. Aunque por las innumerables acciones de Castro contra Estados Unidos y sus crímenes contra su propio pueblo sobren motivos para una intervención norteamericana en Cuba, no creo que el Pentágono contemple tal acción, salvo como una contingencia.
Durante mucho tiempo, Estados Unidos ha preferido, en relación
con Cuba, la política de desgaste. En más de una ocasión
en los últimos años --cuando la firma de la Ley Torricelli,
de la Ley Helms-Burton y ahora mismo-- se ha hablado del fin del régimen
castrista como si la aplicación de una serie de sanciones económicas
pudiera ser capaz de producir ese objetivo al doblar de la esquina, mientras
Castro sigue resistiendo desde el poder en medio de una devastación
que ya es endémica. La libertad de Cuba a corto plazo acaso exija
--opino yo-- que el grito de guerra de los mambises, que Guillermo Estévez
proclamó a toda voz en días pasados en el Palacio de las
Naciones, vuelva a convertirse --como hace poco más de un siglo--
en el cubalibre que un soldado norteamericano reinvente en un bar habanero.