ROBERTO FABRICIO
El Nuevo Herald
Primero de dos artículos
FORT BENNING, Georgia -- Un minúsculo grupo de activistas compuesto
de un par de sacerdotes, una cuantas monjas y algunos estudiantes le
tienen
tendido un férreo cerco al Ejército de Estados Unidos
en las mismas entrañas
de éste, su más histórico puesto militar, obligándolo
a sacar las banderas blancas,
dispuesto a negociar, y quizás hasta a rendirse.
El Pentágono, agotado tras una guerra de casi 10 años
con los enemigos
de la controversial Escuela de las Américas, academia militar
para oficiales
latinoamericanos que ha sido acusada de entrenar a ``dictadores y asesinos'',
ha decidido revisar el programa.
Entre las opciones que se barajan en Washington está la de cerrar
la Escuela
y repartir su misión entre varios puestos militares.
``No hay razón alguna para ser intransigentes'', dice Louis Caldera,
el secretario
del Ejército en un tono mucho más conciliatoria que hace
unas semanas. ``La
Escuela está llevando a cabo su misión honorablemente,
pero sabemos que
debemos de cumplir el deseo del Congreso... y no vamos a permitir que
arrastren
la reputación del Ejército por el lodo todos los años''.
A fines de septiembre, después de meses de una batalla campal,
el presupuesto
de $15 millones de la Escuela fue finalmente aprobado intacto en una
comisión
mixta de la Cámara y el Senado con sólo un voto de margen.
La Cámara
previamente había tratado de eliminar parte del presupuesto
por un voto de 230
contra 197.
``Yo no quiero pasar por otro año fiscal con este suplicio'',
dijo Caldera. ``Las
acusaciones falsas de que hemos sido blanco son una mancha para el
Ejército
que no necesitamos, por eso vamos a revisar cómo llevamos a
cabo el programa
para fin de (este) año''.
La Escuela, que ha entrenado a más de 60,000 oficiales y tropas
de ejércitos
latinoamericanos desde su fundación en 1946, ha recibido repetidas
acusaciones por parte de sus adversarios. El meollo de la crítica
es que casi
500 de esos oficiales han sido señalados como violadores de
derechos humanos
años después de su graduación. Y que entre sus
graduados se cuentan
personajes notorios como Roberto D' Aubuisson, que organizó
grupos comandos
de ultraderecha en El Salvador, y el ex general panameño Manuel
Noriega,
actualmente inquilino de una cárcel federal por cargos de narcotráfico.
Irónicamente la Escuela de las Américas es extremadamente
popular entre los
militares de los 22 países latinoamericanos que participan en
sus
entrenamientos y se encuentra entre los programas de política
norteamericana
de mayor aceptación en la región, algo que proyecta favorablemente
la influencia
de Estados Unidos en el hemisferio.
``Es una verdadera lástima que esto haya llegado al punto en
que se habla de
cambios radicales al programa porque para los ejércitos latinoamericanos
no hay
nada similar para el desarrollo tanto profesional como ético
nuestro y para tener
un entendimiento de las fuerzas armadas norteamericanas'', dice el
Coronel Lex
José Parker, salvadoreño que es actualmente subcomandante
de la Escuela.
El comandante del Comando Sur para Latinoamérica, el general
Charles
Whilhelm, le dijo recientemente al Congreso que, ``este programa es
tan
importante para nuestra estrategia en la región que si lo cerraran,
al día siguiente
estaríamos organizando su reapertura de alguna otra forma''.
Pero los adversarios de la escuela son tenaces, políticamente
astutos y
entienden la fuerza que su movimiento ha llegado a tener. También
saben usar al
poder y la influencia de la Iglesia Católica de Estados Unidos
y sus miles de
religiosos, que tienen tiempo de rezar y de escribir cartas y mensajes
electrónicos en la internet.
``El Ejército y el Congreso saben que no nos vamos a esfumar,
por eso es que
hemos logrado llegar hasta este punto, porque estamos dispuestos a
pagar
cualquier precio para cerrar la Escuela'', dice el reverendo Roy Bourgeois,
el
sacerdote de la orden Maryknoll que fundara y todavía dirige
la organización
School of the Americas Watch (Vigilancia de la Escuela de las Américas).
Acostumbrado a pelear, el Ejército ha hecho todo lo posible,
desde encarcelar a
sus enemigos repetidamente --Bourgeois se ha pasado cuatro años
en cárceles
federales-- hasta organizar una sofisticada campaña publicitaria
y añadir cursos
sobre derechos humanos. Pero esta es una guerra política, no
militar, y los
enemigos de la Escuela han tomado la ventaja del terreno alto invocando
a Dios,
la justicia y el involucramiento de un puñado de graduados de
la Escuela en el
asesinato de sacerdotes y monjas.
Aunque la escuela era mal vista desde mucho antes por los enemigos de
la
política norteamericana hacia Latinoamérica, no fue hasta
1989, a raíz del
asesinato en El Salvador de seis sacerdotes jesuitas y de tres religiosas
norteamericanas en incidentes apartes, que la actual confrontación
comenzara
en serio.
``El hecho es que aun hoy, después de todos los cambios cosméticos
que le
han hecho al currículo de la Escuela, la inmensa mayoría
de sus cursos tienen
que ver con la muerte, no con la democracia, por eso nuestra batalla
es por
cerrar la Escuela, no por moderar su mensaje de odio'', dice Bourgeois
desde su
modesto apartamento en Fort Benning Road, en las mismas narices del
fuerte,
que es el principal y más histórico puesto de la infantería
del Ejército
estadounidense.
A unos pocos kilómetros, dentro del gigantesco territorio que
ocupa el fuerte,
que se asemeja más al plácido recinto de una universidad
que a un cuartel
militar, el coronel Glenn Weidner, director de la Escuela, reflexiona
sobre la dura
situación que la institución que dirige enfrenta.
``Este fue una vez el comando de toda la infantería de los Estados
Unidos'', dice
Weidner, ``y es bien irónico y doloroso que desde esta oficina
yo me encuentre
involucrado en esta lucha tan diferente''.
Weidner, bilingüe en español e inglés, es un intelectual
de la guerra, graduado
de la Academia Militar de West Point. El coronel agoniza ante lo que
considera
una inmensa injusticia contra la institución y los oficiales
que comanda.
``Lo que me hace hervir la sangre es cuando un representante del gobierno
de
los Estados Unidos se levanta en el Congreso a decir que mis soldados
están
enseñando actividades criminales'', dice Weidner, visiblemente
enfurecido.
``Decir que de alguna forma lo que enseñamos aquí ha
incitado a oficiales
latinoamericanos a los incidentes tan lamentables en Centroamérica
es muy,
pero muy irresponsable''.
Su referencia al Congreso pudiera aplicarse a media docena de congresistas
que
han tomado una posición de vanguardia en contra de la Escuela,
pero va dirigida
más precisamente al representante Joe Moakley, demócrata
por
Massachusetts, que llama a la Escuela, ``una reliquia de la Guerra
Fría que no
tiene ya razón de ser''.
El coronel Weidner es un hombre de inmensa energía que esa mañana
había
hecho su salto de paracaídas número 50 junto a un pelotón
de la Infantería
Aerotransportada del Ejército de Chile, y que camina en su oficina
sin cesar
mientras corta el aire con sus gestos precisos cuando habla enérgicamente
de
la encrucijada que enfrenta la Escuela.
``Mis soldados sienten que se ha quebrantado la fe que se merecen por
parte de
su gobierno, al que tan lealmente y patrióticamente sirven'',
dice, con la cara roja
de ira.
Ese es un sentimiento compartido con intensidad por los profesores y
oficiales
que forman parte de la facultad de la Escuela. El Comandante Rubén
D. Colón,
profesor de ética y capellán de la Escuela, que es oriundo
de Puerto Rico, se
irrita cuando habla del tema.
``Esto está totalmente fuera de contexto, es como si porque Anastasio
Somoza
(el ex dictador de Nicaragua) se graduó de West Point, ahora
dicen que hay que
cerrar esa academia militar'', dice Colón. ``Yo tomo esto de
manera muy
personal porque he arriesgado mi vida en Somalia, Bosnia y me he sacrificado
yo y mi familia por el Ejército, y ahora me dicen que soy un
maestro de tortura''.
En Washington, lejos del fragor de la batalla, se ven las cosas con
más frialdad.
Un funcionario del Departamento de Estado íntimamente conectado
con el tema
de la Escuela de las Américas confiesa que la Casa Blanca no
se siente
motivada para darle un respaldo total a la misma. ``La situación
política es
adversa para la Escuela, y si la Casa Blanca no está dispuesta
a dar la lucha, el
Pentágono va a tener que aceptar cambios para el programa'',
dijo el funcionario.
El Secretario Caldera, que ha defendido la Escuela arduamente, al cambiar
su
tono explica que, ``con más de la mitad de la Cámara
votando contra nosotros,
sabemos plenamente que hay muchas preocupaciones que tenemos que tomar
en consideración y tenemos que llegar a un punto medio en que
no tengamos
que dar esta batalla todos los años, adaptándonos al
sentir del Congreso''.
Entre los cambios que se estudian en el Pentágono están
cambiar el contenido
de la lista de cursos ofrecidos; cambiarle el nombre a la Escuela y
mudarla a
otra parte, lejos de Fort Benning; repartir los programas de entrenamiento
a
diferentes instalaciones militares; traer a más oficiales latinoamericanos
a dar
las clases bajo supervisión norteamericana; y entrenar a las
unidades de
infantería dentro de programas tradicionales de la infantería
norteamericana.
Dice Caldera: ``Nuestra misión es entrenar a líderes militares
para Latinoamérica
y ayudarlos a llevar a cabo su propósito militar y estratégico
de una manera que
sea compatible con los valores de los Estados Unidos, y es posible
hacer esto
de varias maneras.''
Mañana lea: Una lucha que es reliquia de la Guerra Fría.
Copyright 1999 El Nuevo Herald