Opinion Editorial
74 deportados cada día
Aunque sea dramático decirlo, nuestro país vive del trabajo esforzado y de la fidelidad familiar de millones de sus hijos más necesitados, que han tenido que emigrar para superarse.
Sabemos que hay un flujo constante de salvadoreños hacia el Norte, vía México. Esa corriente no se ha detenido desde que comenzó a principios de la guerra, hace ya casi veinticinco años. El fenómeno es uno de los más característicos de esta etapa de la vida nacional, y sus variados efectos expansivos vienen constituyendo un componente sociológico, económico y cultural de profunda incidencia sobre la salvadoreñidad del presente y del futuro.
Aunque se sabe que el flujo constante existe, y que muchos de esos emigrantes nacionales encuentran en su accidentado camino obstáculos de toda índole, la estadística sólo de los que forzosamente regresan por deportación desde México es impactante. Un promedio de 74 salvadoreños, en su inmensa mayoría jóvenes, hacen a diario el camino de vuelta, luego de haber estado en manos de inescrupulosos coyotes, y de seguro expuestos a la arbitrariedad de autoridades con que se topan en el trayecto, a cuya merced están por la falta de “papeles”.
A lo largo de los años que viene ocurriendo este éxodo, muchos connacionales dejaron la vida en el intento. Hoy hay esfuerzos para asegurar una “deportación ordenada”, lo cual al final de cuentas ojalá no sea un mero eufemismo para maquillar el trato inhumano y el absoluto desinterés por la suerte de estos compatriotas que, aunque viajan al margen de la legalidad, no dejan por eso de ser seres humanos, con todos sus derechos inherentes.
La inmigración masiva desde México, Centroamérica y otros países de la región hacia Estados Unidos no es un hecho casual ni circunstancial. Realidades propias de nuestros países y de Estados Unidos crean las condiciones para que ese flujo siga siendo tan vigoroso. Si es así, lo mejor es ordenar de veras el fenómeno, y esforzarse para ello desde los dos lados.
Una realidad vital para El Salvador
Infinidad de salvadoreños se han ido al Norte, en busca de mejores condiciones de vida. Infinidad de salvadoreños querrían hacerlo, según consta de las encuestas de opinión ciudadana. Si no fuera por las “remesas familiares” que envían los salvadoreños que trabajan allá, nuestra economía habría colapsado hace mucho. Aunque sea dramático decirlo, nuestro país vive del trabajo esforzado y de la fidelidad familiar de millones de sus hijos más necesitados, que han tenido que emigrar para superarse, en muchísimos casos con grandes sacrificios personales y familiares.
Por más que se diga lo contrario, queda la sensación de que en el país no hay suficiente conciencia de lo que significa, como hecho histórico colectivo sin precedentes, esta emigración que está cambiando nuestra realidad en todos los órdenes. Y lo más grave, aparte de la falta de conciencia aludida, es que nuestra sociedad ya se acostumbró a contar con las “remesas familiares” como un ingreso normal y frío, tal si fuera a durar para siempre.
En realidad, hoy nuestro país está distribuido en dos
espacios humanos: el de los salvadoreños que estamos aquí
y el de los salvadoreños que están allá. Y los que
estamos aquí tenemos una responsabilidad adicional: la de corresponder
al esfuerzo titánico de los que están allá. Esa correspondencia
no puede ser verbal ni administrativa, tiene que ser de compromiso; y el
principal compromiso debe ser modernizar y desarrollar el país,
a partir de la palanca increíble de quienes aseguran, desde fuera,
las bases de nuestra estabilidad.