Esquinas para morirse del miedo
La Policía tiene identificados los cinco sitios donde más roban en la capital del Guayas
Al infernal sonido de los pitos ahoga el grito de los vendedores de
toda laya
que circulan tomándose la calle, como en una procesión
sin fin de cuerpos
errantes. Ajeno a ello, un hombre de tez morena y ojos escurridizos
evacúa sus
apuros estomacales detrás de un quiosco ante un grupo de mujeres
que se cubre
los ojos con las manos y las carteras antes de tomar un bus.
Mientras esto sucede, y sin poder reaccionar, Alberto N., un joven guardia
de
seguridad, siente un brazo fuerte que lo sujeta por detrás,
inmovilizándolo a
la altura de las vértebras cervicales. La presión sobre
su cuello es tal, que
difícilmente puede respirar. Alberto cae al piso, inconsciente,
delante del
tumulto de gente que ignora su suerte. Segundos después, reacciona.
Es tarde.
Los ladrones han vaciado su cartera y se han llevado todo, incluido
el celular.
Una cuadra más abajo la historia se repite. Igual pasa en la
vía a Daule a la
altura de la Librería Cervantes, en Tungurahua y Gómez
Rendón y en la 14 y
Capitán Nájera. Pero como en la vieja canción
de salsa, aquí nadie, ni el
distraído mulato que aligera la carga de sus detritus detrás
del quiosco, ha
visto y oído nada.
Según datos de la Policía, la esquina de las calles Machala
y Clemente Ballén,
en pleno centro de Guayaquil, a solo cuatro cuadras de la zona regenerada,
es
uno de los cinco sitios donde más robos callejeros se producen
al año en la
ciudad.
El índice de atracos en la calle se ha disparado a niveles insostenibles.
Mientras en 2004 se produjeron 4.920 asaltos callejeros, a un promedio
de 13,5
por día, las autoridades revelan que en el último mes
se alcanzó la cifra
récord de 57 diarios, uno cada 25 minutos. Para poner un ejemplo,
la ciudad de
Nueva York, la capital mundial del crimen, registra uno cada 10, con
una
población ocho veces mayor que la de Guayaquil.
En Machala y Diez de Agosto, ni las vendedoras de toda suerte de loterías
escapan a la acción de los asaltantes. Testigo de ello fue una
asustada mujer
que prefirió omitir su nombre por seguridad: “de repente me
vi rodeada de
varios niños. Me arrancaron los boletos. Y nadie dijo ni hizo
nada”.
La mayoría de estos menores actúa bajo el efecto de las
drogas o de
inhalaciones de cemento de contacto. Una vez que se percata de los
robos, la
gente prefiere apresurar el paso y escapar, antes que solidarizarse
con las
víctimas: “hay un riesgo muy alto de que te hagan algo más
que robarte”, afirma
un anónimo transeúnte.
A las 18:00, cuando el cielo adquiere un leve color naranja en el horizonte,
el
riesgo de asalto en estos sitios se dispara a más del doble.
La brisa, propia
de la estación seca, corre cada vez más fuerte. La gente
espera el bus con las
monedas en la mano echa puños.
¿Por qué? Las bandas de jóvenes pasan golpeando
los brazos de la gente para que
arrojen las monedas al piso. A más de uno le toca regresar a
pie a sus casas
después de estos asaltos.
En estos lugares la presencia policial es nula. Una que otra patrulla
pasa
fugazmente por el sector, mientras los ladrones corren a refugiarse
en guaridas
de casas abandonadas sobre las calles Sucre y Antepara.
Pasadas las 18:45 la pestilencia aumenta en medio de la humareda que
producen
las cocinas ambulantes de los vendedores de canguil y chuzos de carne
y de
gallina. A esa hora irrumpen los consumidores de droga al aire libre.
Con los ojos rojos y el vaho de la exhalación describiendo un
hilo
zigzagueante, un hombre de piel cetrina se detiene en la oscura calle
donde el
hampa se burla de las autoridades.
Cruzando la avenida un mendigo alista la cama en plena acera. En menos
de 15
minutos elabora un colchón con sacos vacíos. Antes de
dormirse se quita los
zapatos y se los coloca debajo del raído pulóver, sobre
su pecho, “por si
alguien pretende llevárselos, me entiende”.
La oscuridad de la noche es bañada por los rayos de la luna llena
que se
levanta azarosa por el oriente. De lejos llega un tropel de malas palabras
que
van subiendo de tono.
- “¡No seas sabido, esa quina (5 dólares) es mía
h...”, grita uno de los
integrantes de una banda de cinco asaltantes que se pelean el reparto
de un
botín en plena calle Alcedo.
Los pillos se arman y dirimen sus diferencias a golpes o puñal,
sin la
intervención de autoridad alguna, en calles donde la oscuridad
es la reina.
Después de la gresca, confundidos entre el desfile de prostitutas
de carnes
cansadas, continúan calle abajo con su tarea de asaltar a los
desprevenidos.
Fieles al dicho popular de que a quien madruga Dios le ayuda, los ladrones
emprenden labores con los primeros destellos del sol. En su accionar
sorprenden
a los mayoristas que acuden al mercado para comprar verduras y todo
tipo de
mercancías hacia las 05:30.
Los pocos guardias privados que operan en el lugar han sido testigos
de robos
que superan hasta los 600 dólares: “la presencia de la Policía
Nacional o
Metropolitana es insuficiente”, sostiene Horacio, uno de los encargados
de
mantener a raya a los dueños de lo ajeno.
Uno que otro residente acepta hablar por el resquicio de la puerta apenas
abierta. Hay miedo de contar lo que pasa en uno de los sectores más
peligrosos
de Guayaquil.
Muchas parejas extrañan los tranquilos días de la década
de los setenta, cuando
por la esquina de la Ballén y Machala se podía caminar
cogido de la mano, sin
temor a ser despojado de las pertenencias.
Pero los tiempos han cambiado. Lo dice Alberto N., el guardia de seguridad
que
jura no volver a pararse en una de las esquinas donde más asaltan
en Guayaquil
según los organismos de seguridad.