El juicio de Huber Matos
HUBER MATOS
'Cómo llegó la noche. Revolución y condena
de un idealista cubano'.
Tusquets Editores. Tiempo de Memoria. Matos (nacido en 1918)
fue
uno de los tres comandantes que lucharon contra la dictadura
de
Fulgencio Batista y entraron victoriosos en La Habana. Los otros
dos
fueron Fidel Castro, que acabaría haciéndose con
el poder total, y
Camilo Cienfuegos, desaparecido en un extraño accidente
de
aviación. Matos denunció el rumbo que tomaba la
revolución castrista.
Fue detenido y condenado, en un proceso irregular, a 20 años
de
cárcel, que cumplió.
Fidel tiene el monopolio completo del juicio. Me juzgará
un tribunal
militar seleccionado por él mismo en el que todos sus
miembros le son
incondicionales. También escogió al fiscal y a
los funcionarios a cargo
de las tareas auxiliares. Tribunal, testigos, lugar y público.
Pero él será
el verdadero fiscal y también se reserva el papel de testigo
acusador.
Él ordenará la sentencia al tribunal para que la
comunique
públicamente. (...)
Día 14 de diciembre de 1959
Todas las noches, tarde, nos llevan de regreso al castillo de
El Morro,
nos separan y me llevan directo al calabozo. Al día siguiente,
al
mediodía, nos traen al edificio en que se nos juzga.
Estamos ya en el cuarto día del juicio, en medio de su
todavía poco
definido curso. Los cargos contra mí han sido débiles
y mal
organizados, formulados por testigos intrascendentes que han
venido
al juicio presionados por los Castro o haciendo méritos
con éstos.
Prefiero ignorar los nombres de algunas de estas personas, mas
no a
Jorge Enrique Mendoza Reboredo y a Orestes Valera, quienes en
la
madrugada del 21 de octubre nos insultaron por la radio de
Camagüey con los adjetivos de 'traidores', 'hijos de perra'
y otras
cosas por el estilo, provocándonos persistentemente para
crear una
situación de violencia en la ciudad que proporcionara
evidencia de
subversión. Los dos sujetos canallescos han venido a repetir
sus
acusaciones.
Avanza la tarde. La sesión lleva varias horas de trabajo.
Hay indicios
de que Fidel se dispone a arribar a la sala del tribunal de un
momento
a otro. Instalan un micrófono para la red nacional de
emisoras cubanas
y se nota la presencia de algunos de sus escoltas. Las cosas
han
llegado a un punto delicado para el Gobierno y es necesario que
venga Fidel a impresionar. Entra con sus guardaespaldas, no mira
para
donde estoy y comienza una extensísima perorata de varias
horas.
Con poses olímpicas y sabiendo que nadie se
atreverá a contradecirlo, cuenta la historia de
mi actuación en el Ejército Rebelde,
refrescando las disputas que tuvimos en la
sierra Maestra y presentándome como un
hombre oportunista, irresponsable e ingrato.
Luego trae a colación una serie de
argumentaciones sobre la revolución y afirma
que 'la nuestra no es una revolución
comunista. En Rusia habrán hecho una revolución
comunista.
Nosotros estamos haciendo nuestra revolución, y nuestra
revolución
es una revolución humanista, profunda y radical'.
Las mentiras que dice ante la audiencia que colma el salón
del tribunal
me hacen salirle al paso. Su cinismo deforma los hechos. Cuenta
a su
manera algunos de los problemas que tuvimos en la sierra y relata
el
episodio de la ametralladora que Duque tenía que devolverle
y que él
creyó que yo había tomado para la Columna 9, pero
lo describe
falseando la verdad, silenciando datos y palabras; va añadiendo
o
inventando, a su conveniencia, para suplantar la verdad y exhibirme
como un hombre carente de principios e inclinado por mi propia
naturaleza a la traición. Me enfrento a él y a
sus mentiras. En un
momento afirma con el mayor descaro:
-Huber Matos tuvo que retractarse.
A lo que respondo:
-¿Y por qué no prueba eso que acaba de decir presentando
mi carta
de respuesta? Usted ha venido con unos cuantos papeles.
-No, esa carta no la traje; creo que se ha extraviado, no sé.
-Es de lamentar que no la haya traído para respaldar su
afirmación; no
la trajo porque evidenciaría mi condición de hombre
honesto y de
principios, todo lo contrario de lo que usted está diciendo.
Fidel se molesta con mis interrupciones y reclama al presidente
del
tribunal que se le respete el uso de la palabra. Pero no puede
impedir
que yo, durante su interminable diatriba, me ponga de pie una
y otra
vez y lo refute, pues más que la magnitud del castigo
que me impongan
me interesa que quede clara la verdad.
En su argumentación, que transmiten al pueblo cubano por
radio,
insiste en presentarme como un individuo que se sumó a
las fuerzas
revolucionarias, donde todo le resultó muy fácil.
Que soy más un
aventurero que un hombre de formación ideológica.
Argumenta que es
una mentira infamante insinuar que la revolución va hacia
el
comunismo. Le resta valor a mi posición mostrándome
como un
calumniador, como un sujeto que está dándole un
rótulo de marxista a
la revolución, 'cuando es cubanísima, como las
palmas'.
En el curso de su exposición, Fidel, involuntariamente,
pone al trasluz
la farsa que es este juicio. Llama de entre el público
al comandante
Félix Duque, quien ya ha prestado declaración,
para que haga otra
diferente.
Félix Duque fue segundo en la tropa mía y conoce
bien lo sucedido en
Camagüey, por haber estado allí un día antes
de mi arresto. Su primer
testimonio ante el tribunal corresponde a la verdad de los hechos:
no
encontró conspiración ni sedición. Fidel
lo ha presionado para que lo
cambie y lo presenta de nuevo en el juicio de forma totalmente
arbitraria. Duque comienza con tantas mentiras que, sin hacer
caso de
los custodios, me paro y subo al estrado, voy hasta donde está
Duque, le quito el micrófono. Quedo a pocos pasos de Fidel,
que con
un micrófono en la mano se queda sin habla. Afirmo al
público que se
falsea la verdad con el mayor descaro. Analizo una a una las
mentiras
de Duque, que me observa asustado. Es fácil poner en evidencia
sus
contradicciones. Fidel, sorprendido, reacciona con temor.
El tribunal, al alterar las reglas de procedimiento, permitiendo
que
Fidel haga subir a Félix Duque con esta nueva declaración,
pierde por
el momento el control del juicio. Apelo a los presentes para
que
entiendan que ésta es una patraña colosal en la
que se quiere destruir a
un hombre con el artificio de una acción legal viciada
por la
inmoralidad y por el abuso de poder. ¿No es Fidel Castro
quien ha
escogido el tribunal, me acusa como testigo y, además,
se permite el
lujo de llamar a declarar a quien él quiere? ¿Cómo
puede un testigo,
en el mismo juicio, hacer dos declaraciones tan marcadamente
opuestas? Algo inadmisible.
Siguen los testimonios arbitrarios e ilegales. Hasta Armando Hart,
quien en los primeros meses de la revolución en el poder
me pidió que
le ayudara a resolver su situación con los Castro, que
le habían dado
la espalda, viene de atrás del auditorio, donde están
los tramoyistas.
Habla ante el tribunal sin que nadie lo haya autorizado a prestar
declaración. Me acusa sin ser testigo del caso. También
sin ser testigo
irrumpe en la sala el capitán Suárez Gayol, iba
decir necedades ante el
tribunal. El juicio se vuelve un espectáculo de circo
romano. Es el jefe
del Gobierno quien ha provocado este desorden.
Fidel retoma la palabra y habla hasta muy tarde de la noche. Le
interrumpo más de cincuenta veces para poner las cosas
en su lugar
cada vez que dice una mentira o presenta un asunto de manera
tergiversada o capciosa, con su acostumbrado cinismo. Está
molesto;
no me importa. Me importa la verdad a cualquier precio.
Con su séquito, Fidel abandona el salón. La oficialidad
que conforma
el público cree que la sesión ha terminado y que
continuará al día
siguiente. Los miembros del tribunal toman parte en el juego
porque se
retiran de la sala, dando también la impresión
de que la vista ha
concluido y que continuará al día siguiente. No
dicen nada y el público
se va. El recinto queda prácticamente vacío. Permanecemos
en él los
acusados, los hombres de la seguridad militar que nos vigilan
y
nuestros familiares, que por lo general no se retiran hasta que
nos
llevan de regreso al castillo de El Morro.
Después de unas dos horas, como a la una y media de la
mañana,
vuelve el tribunal. El juicio va a continuar. El ardid les sale
bien a los
Castro. Indudablemente, la oportunidad de hablar antes de que
se
dicte la sentencia la voy a tener ante un salón desierto.
Expondré mi
defensa una vez que el fiscal termine con su exposición,
que resumirá
con la petición de la pena de muerte.
El fiscal habla durante dos horas, alargando de forma deliberada
su
exposición. Una forma más de irnos agotando física
y psíquicamente.
Estamos sentados desde las doce del mediodía de ayer y
hemos
pasado más de catorce horas continuas y agobiadoras, que
en el
banquillo de los acusados son unas cuantas.
Hace uso de la palabra mi abogado. Con precisión de jurista
experimentado emplea menos de una hora en reducir a nada la
pomposa retórica del fiscal Serguera. Analiza los cargos
y deja al
descubierto su inconsistencia y la carencia total de fundamentación.
-El tribunal puede pensar lo que quiera. Lo cierto es que no se
ha
podido demostrar ninguna de las dos acusaciones: ni traición
ni
sedición. Mucha hojarasca retórica y ninguna prueba
concreta,
¡ninguna!
Termina diciendo:
-En el curso de este juicio se ha hecho evidente que mi defendido
es
inocente. Solicito del tribunal el veredicto absolutorio que
en justicia le
corresponde.
Hablan a continuación los otros dos abogados que tienen
a su cargo la
defensa de mis compañeros de causa. Uno de ellos es oficial
de las
fuerzas armadas y actúa como abogado de oficio. Contrariamente
a lo
que pensábamos, hace un papel brillante y corajudo, enfrentándose
al
fiscal con argumentos irrebatibles y entera valentía.
Nos impresiona su valor, y comentamos: 'Inevitablemente, lo
despiden, y suerte si no lo meten preso'.
A las cinco de la mañana, el presidente del tribunal dice
que se va a
dictar sentencia y pregunta si alguno de los acusados tiene algo
que
decir.
Tengo mucho que decir. Dirijo una mirada a mis familiares, cuyos
rostros expresan claramente su cansancio, aunque en ellos hay
una
admirable entereza. Reconstruyo los hechos tratando de ser lo
más fiel
posible a la realidad. Uno a uno desmenuzo los cargos que se
me
imputan, con autenticidad y respeto a la verdad.
Puntualizo las conclusiones:
-No hay traición. He sido y soy fiel a mi
patria. He servido lealmente a la revolución, y
es mi lealtad a la revolución y el amor a mi
patria lo que me llevan a reclamar,
persuasivamente, primero, y por último, con
mi renuncia, que no se suplante el programa
democrático y humanista de la revolución.
No hay sedición, pues no se ha hecho ningún planteamiento
para
subvertir el orden, ni existe un propósito ni un hecho
para crear
violencia. La provocación a la violencia vino de la parte
oficial de
manera muy notoria. Además, este juicio es ilegal, porque
Fidel
Castro, en su función de primer ministro y comandante
en jefe, tiene
de su parte el tribunal y concurre como testigo acusador. ¿Qué
tipo de
justicia es ésta? Hay algo más que señalar
como violación flagrante
que invalida este proceso judicial desde su inicio. Cinco días
después
de mi arresto, y encontrándome incomunicado en un miserable
calabozo, Fidel Castro, usando su autoridad de gobernante y su
enorme influencia, me hizo condenar a muerte en un acto público
en el
que cientos de miles de cubanos, a instancias suyas, levantaron
el
brazo aprobando mi fusilamiento sin tomar en cuenta mi derecho
a ser
escuchado. Este juicio es una farsa inmoral desde el comienzo
y
deploro que mis compañeros de armas que integran el tribunal
se vean
comprometidos en el desempeño de una función que
no conlleva ni
orgullo ni honra.
Acabo señalando lo que ya había reiterado en mis
declaraciones
previas: si es necesario entregar mi vida para que se concreten
en
hechos todas esas cosas hermosas que la revolución ha
prometido,
estoy dispuesto a darla en bien de mi patria y de mi pueblo.
'Estoy
convencido de que en el sacrificio de los hombres está
el camino que
conduce a los pueblos a la victoria'.
El teniente Dionisio Suárez habla en representación
de mis
compañeros y lo hace muy bien, con nitidez y elocuencia.
Termina la sesión a las siete de la mañana sin que
se dicte la sentencia.
Nos sacan del edificio, y cuando vamos a tomar los vehículos
que nos
llevarán al castillo de El Morro, una claqué de
diez o más militares
grita: '¡Paredón! ¡Paredón! ¡Paredón!'...
Un estribillo trágico que
repiten y repiten para romperle los nervios a los acusados. Otra
agresión de las tantas que han puesto en función
los hermanos Castro.
A estas alturas poco me importan el rencor o las pasiones personales.
Soy un hombre en el momento más crucial de su existencia.
Paso
frente a ese grupo hostil y los miro con total indiferencia.
Los que no
claudican han de estar siempre preparados para pagar el precio
que
las circunstancias demanden.
Nos llevan de regreso a El Morro. Llegamos como a las nueve de
la
mañana. Hemos pasado veinte horas ante el tribunal y necesitamos
reponernos un poco para regresar esta tarde y escuchar la sentencia.
Todo lo que tenía que decir está dicho. He analizado
previamente la
perspectiva del fusilamiento y me siento preparado para esa
eventualidad, aun cuando soy consciente de que hemos ganado el
juicio. Aunque sé que esto no significa mucho.
Día 15 de diciembre de 1959
A las cuatro de la tarde nos regresan al tribunal. En los momentos
previos a esta última sesión hablo con mi esposa,
que se acerca tan
llena de dolor como de secreta esperanza. Ella presenció
en las horas
de la mañana aquel insistente '¡Paredón!
¡Paredón! ¡Paredón!'..., que
un pequeño grupo profirió ante las puertas del
edificio donde nos
encontrábamos. Eso la quebró un poco, pero ha tenido
la capacidad
de reponerse.
-Huber, te van a fusilar porque te has portado como el hombre
íntegro
que eres.
-Sí, quieren fusilarme, pero Fidel debe de tener sus dudas.
Acuérdate
de que detrás de toda su pantalla es un cobarde, y las
cosas no le han
salido como esperaba. Sé lo que está pensando.
Sabe que hay mucha
gente en el ejército que me apoya, y si me fusila alguno
puede tratar
de cobrárselo. Él le tiene horror a un atentado;
es su obsesión.
-Pero él no puede perdonar que lo hayas descalificado delante
de
todo el ejército; Raúl estaba fuera de sí.
Tú sabes que si te condenan a
muerte ésta será la última vez que nos veremos,
de aquí te llevarán
directo al paredón.
-Lo sé, tú y yo hemos estado juntos en todo esto,
me has respaldado
siempre. Lo más importante son nuestros hijos, y tú
los podrás sacar
adelante. Allá, yo te seguiré queriendo, y después
de esta vida nos
volveremos a ver. Te esperaré.
Pendemos de un hilo sobre el abismo. Minutos después abren
la
sesión en la que se dictará sentencia. Los Castro,
poseídos por una
pasión enfermiza, quieren verme caer ante el pelotón
de fusilamiento y
terminar para siempre conmigo.
-Pónganse de pie los acusados, el tribunal va a dictar sentencia.
Escucho estas palabras y me levanto del banquillo. Por mi mente
pasa
la idea de que cuando enfrente el pelotón de fusilamiento
les voy a dar
a mis enemigos un último ejemplo de lealtad a mis convicciones.
-Huber Matos: veinte años de cárcel.
En este momento, cuando sé cuál es mi condena, siento
la inefable
sensación del individuo que cree en su muerte inmediata
y se entera de
que seguirá viviendo. Esto, indudablemente, es bien recibido
por la
naturaleza humana, que en todos los casos quiere sobrevivir.
Intercambio miradas de comprensión y solidaridad con mis
compañeros de causa. Atravieso por un sinfín de
estados
emocionales, imaginándome a la vez la alegría que
cubre interiormente
a los míos. Vuelvo mi rostro hacia mi esposa, mi padre
y mi hijo. Nos
miramos, reconociendo en nuestras pupilas un brillo que señala
una
inesperada puerta al futuro, aun en la condición de prisionero
por
largos años en que me encontraré a partir de ahora.