FABIOLA SANTIAGO
Durante los últimos 18 años, Héctor Sanyústiz
ha sido uno más entre los
anónimos refugiados del Mariel que luchan por adaptarse
a la vida en
Estados Unidos tratando de encontrar un trabajo bien pagado y
criando
a un hijo.
Pero hubo un momento en la vida de Sanyústiz en la que
todo estuvo
fuera de lo común. Sus acciones sumergieron a tres países
en un caos
diplomático, cambiaron para siempre la vida de cientos
de miles de
cubanos y estremecieron el sur de la Florida.
Sanyústiz, que se recupera ahora en la casa de su hermana
en Opa-locka
de una operación a corazón abierto, fue el hombre
que en 1980 irrumpió
en la embajada del Perú en La Habana, bajo una lluvia
de balas
disparadas por los guardias cubanos.
Su dramática búsqueda de la libertad fue la llama
que prendió el conflicto
diplomático que llevó a 10,000 cubanos a inundar
la embajada en un fin
de semana, y echó a andar la estampida marítima
del Mariel, que en tres
meses trajo al sur de la Florida 125,000 refugiados.
Hasta ahora, el paradero de Sanyústiz había sido un misterio.
``Yo no quería decirle a nadie quién yo era o hablar
de lo que hice'', dijo
Sanyústiz, de 49 años. ``No soy del tipo de gente
que anda por ahí
diciendo que es un héroe''.
Sanyústiz accedió a contarle a The Miami Herald
su historia, porque
considera que ha pasado tiempo suficiente como para que el gobierno
cubano no emprenda más represalias contra la familia que
dejó en Cuba.
Un hijastro que estaba con él en el autobús quedó
en la isla y cumplió
tres años de prisión.
``No quiero morir sin contar mi historia'', dijo Sanyústiz.
Desempleado,
con una salud frágil y con poco dinero, tiene la esperanza
de que un
cineasta serio quiera comprar los derechos de su historia y lleve
su vida
al cine.
The Herald pudo verificar la identidad de Sanyústiz mediante
los récords
estatales de la Florida; documentos federales; recuentos en los
periódicos estadounidenses y cubanos de los acontecimientos
de 1980;
documentos personales de Sanyústiz y entrevistas con familiares
y
amigos.
Para los muchos que recuerdan ``los 10,000 de La Habana'', como
se
conoció a los refugiados en la embajada peruana, la revelación
de que
Sanyústiz logró llegar a Estados Unidos en la estampida
marítima del
Mariel y que ha vivido en este país todos estos años
constituye una
verdadera sorpresa.
``Es la única historia del Mariel que no ha sido contada'',
dijo Wilfredo
Allen, un abogado de Miami que ayudó a reubicar a los
refugiados
durante el éxodo. ``Este hombre es como el padre del Mariel''.
Muchos creen que Sanyústiz y las otras cinco personas que
iban en el
autobús permanecieron en Cuba, viviendo bajo la protección
diplomática
de Perú a fin de evitar ser encarcelados.
La historia de cómo Sanyústiz logró llegar
a Estados Unidos es tan
espectacular como los propios acontecimientos que tuvieron lugar
el
martes 1o de abril de 1980.
Los antecedentes: Era casi imposible obtener una visa para salir
de
Cuba. Los cubanos sólo tenían dos opciones: intentar
un peligrosísimo
cruce a través de costas fuertemente custodiadas, o buscar
asilo en una
embajada amiga bajo un acuerdo existente entre los países
latinoamericanos.
Chofer de autobús desempleado, con 31 años de edad,
Sanyústiz
observó la actividad en torno a las embajadas durante
casi un año. Al
final decidió que la embajada del Perú era la más
accesible.
Tramó el plan para aplastar la verja de la embajada junto
con otros tres
amigos: Radamés Gómez; Francisco Díaz Molina,
chofer de la Ruta 79,
que pasaba por la Quinta Avenida, frente a la embajada peruana,
y
María Antonia Martínez, en cuya casa los tres hombres
se entrevistaron
secretamente.
La tarde del 1o de abril, Sanyústiz manejó el autobús
No. 5054 de Díaz
Molina, fingiendo ser un aprendiz ``para acostumbrar a la gente
a que me
viera allí'' y para adquirir práctica en la conducción
del nuevo vehículo.
A últimas horas de la tarde, Díaz Molina se comunicó
con sus jefes,
diciéndoles que una de sus gomas estaba peligrosamente
desinflada y
que iba a regresar para repararla. Todo era mentira.
En su lugar, hizo que los pasajeros bajaran del autobús
y más adelante se
detuvo para recoger a cuatro personas: Gómez; Martínez
y su hijo de 12
años, Lázaro Vega, y el hijastro de Sanyústiz,
de 18 años de edad,
Arturo Quevedo.
Antes de partir, Díaz Molina buscó una medalla de
Nuestra Señora de la
Caridad del Cobre. Le pidió que rezaran a la santa patrona
de Cuba
pidiendo su protección.
Uno por uno, todos besaron la dorada medalla.
A unas cinco millas de la embajada peruana, Díaz Molina
le pasó el
timón a Sanyústiz. Gómez se sentó
detrás de Sanyústiz, Díaz Molina en
las escaleras. Todos los demás se acostaron en el piso
del autobús.
Cuando estaban ya cerca de la embajada, Sanyústiz hizo
un giro brusco
y se estrelló contra una cerca. Pero había doblado
demasiado pronto;
esa no era la entrada. Cuando se dio cuenta de su error, Sanyústiz
retrocedió, avanzó unas cuantas yardas más,
proyectando el autobús a
través de la verja de entrada.
Los centinelas cubanos que custodiaban la embajada rociaron de
balas el
autobús. Dos balas hicieron blanco en Sanyústiz,
una en su pierna
izquierda, la otra en la nalga derecha. Gómez sufrió
heridas superficiales
en la cabeza y la espalda.
Una bala mató a uno de los guardias, un policía
del Ministerio del
Interior, de 27 años. El gobierno cubano culpó
a los secuestradores. Los
peruanos declararon que un guardia accidentalmente le había
disparado
al otro.
Pero una vez dentro de la embajada, los cubanos estaban en territorio
peruano y libres de arresto.
Los peruanos llevaron urgentemente a Sanyústiz y a Gómez
al Hospital
Militar Carlos J. Finlay para que les curaran las heridas. Los
otros cuatro
se quedaron en la embajada, al tiempo que las relaciones entre
ambos
países se iban deteriorando. Cuba quería que les
entregaran a los
asilados para su procesamiento. Los peruanos rehusaron.
El gobierno cubano, furioso, retiró a sus guardias de la
embajada de
Perú el Viernes Santo. Cuando la noticia se diseminó
por toda La
Habana, la gente comenzó a dirigirse por montones hacia
la embajada. El
sábado, los buscadores de asilo llegaban a más
de 300. Ya al anochecer
se contaban miles. El Domingo de Pascua, más de 10,000
personas se
apretujaban en los terrenos pidiendo asilo político.
Al aumentar la presión, Cuba respondió anunciando
la apertura del
puerto de Mariel para quienes quisieran irse. En Miami los cubanos
reaccionaron montando manifestaciones masivas en apoyo de los
buscadores de asilo, alquilando todos los barcos disponibles
y saliendo
para recoger a los familiares.
A lo largo de La Habana, las turbas que apoyaban al gobierno tiraban
piedras y huevos a los que querían irse, gritándoles
insultos: ``¡Escoria!''.
El tabloide Verde Olivo exhibía grandes titulares: ``Dejen
que todos se
vayan, ¡pero ellos no! ¡Ellos nunca se irán!'',
decía refiriéndose a
Sanyústiz y a los otros en el autobús.
También había turbas gritando ``¡Paredón...
paredón!'' frente a la
ventana de Sanyústiz en el hospital. ``Yo pensé
que era seguro que
moriría, o al menos que fuera a la cárcel por mucho
tiempo'', recuerda
Sanyústiz.
Para su sorpresa, representantes de los gobiernos cubano y peruano
le
hicieron una oferta de que se fuera calladamente a través
del puerto de
Mariel.
Sanyústiz pensó que era una trampa para quitarle
su protección
diplomática. Repetidas veces rehusó la oferta,
hasta que su escolta
peruano lo convenció de que era verdadera. Entonces les
dijo que sólo
se iría si su esposa Lucía y su hijo de cinco años,
Héctor, también se
iban.
El funcionario cubano que negociaba con él y con los peruanos
aceptó,
pero con una condición: Sanyústiz no le podía
decir a nadie quién era.
En la noche tormentosa del 16 de mayo, Sanyústiz y su familia
fueron
llevados al Puerto del Mariel y montados a bordo del camaronero
Gulf
Star, rumbo a Cayo Hueso. Pero el hijo de Lucía, Arturo
Quevedo, fue
arrestado cuando trataba de salir de la embajada pretendiendo
ser otro
refugiado más, camino al Mariel.
``Hasta la fecha no sé cómo estoy aquí...
por qué me dejaron salir'', dijo
Héctor Sanyústiz.
Sólo reveló su identidad al FBI, que le aconsejó
mantener una actitud
discreta.
Al principio, la familia vivió con otros refugiados de
Mariel en hoteles de
Miami Beach, pagados por organizaciones de relocalización.
Sanyústiz y
su esposa pudieron encontrar trabajos de mantenimiento.
Pero Sanyústiz dice que sus heridas, que eran recientes
y todavía
dolorosas, le impidieron hacer ciertas labores. Mientras limpiaba
las
escaleras en un hotel, se cayó y la escoba que llevaba
le volvió a abrir la
herida de la pierna. El propietario del hotel le dio $800 (casi
el sueldo de
un mes) y lo despidió.
Con el dinero se compró un Oldsmobile de 1972 y salió
a buscar otro
trabajo.
El y su esposa habían oído hablar de un lugar en
Hialeah que compraba
latas de aluminio, por lo que se pasaron varias noches recogiendo
latas
por todo Miami Beach.
Regresaron a Hialeah para descubrir que todo ese trabajo duro
iba a
producirles solamente $8.
Los trabajadores sociales lo relocalizaron en Chicago, y luego
en
Houston, para probar su suerte. Pero la promesa de un buen trabajo
se
evaporó.
La suerte de la familia cambió cuando se mudó a
la próspera área de
Orlando, donde el matrimonio encontró trabajo fijo: ella
en un vivero de
plantas, él manejando un camión de construcción.
En 1987 habían
ahorrado suficiente dinero para el pago de entrada de una casa
de
$52,000 en Winter Garden. Hace dos meses, Héctor Sanyústiz
vino a
Miami para quedarse con su hermana gemela y buscar trabajo. Pero
sufrió un ataque cardiaco. Lo llevaron urgentemente al
Hospital Jackson
Memorial, donde se sometió a una cirugía de desvío
coronario para
reparar tres arterias tupidas.
A pesar de las vicisitudes, dice que no lamenta nada.
``Me cansé de la opresión, de no ser nadie'', expresó
Sanyústiz. ``Todos
tienen el derecho a vivir como seres humanos''.
Copyright © 1998 El Nuevo Herald