Paladares funcionan bajo alerta por inspecciones
GERARDO REYES
El Nuevo Herald
La Habana -- Cuando el campanero apostado
en el umbral del caserón gritó que habían llegado
los inspectores, en la cocina del paladar se
puso en marcha el plan de contingencia para
desaparecer pescados, mariscos y
otros frutos prohibidos del mar.
Aunque en menos de un minuto todo estaba en el escondite indicado,
había un problema. En una de las mesas del restaurante
familiar, dos
turistas italianos terminaban de comerse unas colas de langosta.
Como los inspectores estaban ya en la puerta de la casa, Miguel,
el
mesero del paladar, no encontró otra solución que
lanzarse sobre los
platos de los comensales y meterse las dos colas en los bolsillos
del
pantalón.
Los oficiales entraron, miraron lo platos, fueron a la cocina
y no
encontraron un solo vestigio de comida de mar. Mientras Miguel
sentía
los caparazones de las langostas clavándose en sus piernas,
los italianos
no salían de su estupor.
"Se quedaron pálidos, con la boca abierta, preguntándose
que había
ocurrido'', dijo Miguel.
Estos allanamientos son comunes en La Habana, como parte de una
campaña del gobierno destinada a mantener bajo control
el poder
económico de los restaurantes caseros, conocidos como
paladares.
La prohibición de vender productos del mar y una ofensiva
tributaria ha
hecho que estos lugares desaparezcan gradualmente del mapa turístico
de La Habana. Según un propietario de un concurrido paladar,
la licencia
para operar cuesta $1,250 mensuales.
Los pocos restaurantes familiares que quedan están manejados
por
personas vinculadas al gobierno o que sobreviven vendiendo, a
riesgo de
ser sancionados, mariscos, langosta o caguama a precios que van
desde
$15 a $20 el plato, acompañado de una guarnición
de congrí y ensalada.
Un plato de pollo asado cuesta $10.
Para evitar sorpresas --y no pagar impuestos--, algunos de los
paladares
han optado por quitar los avisos y dar la impresión de
que la operación
ha sido clausurada, aunque en la práctica continúa
a través del sistema de
citas telefónicas. Los clientes llaman al dueño
del paladar, éste les ofrece
el menú del día, los clientes ordenan y llegan
al lugar para comer a puerta
cerrada.
Otros, como el restaurante de Miguel, continúan abiertos,
pero tienen a
la entrada un campanero que avisa de algún movimiento
extraño y trata
de evitar que se repita el susto de los italianos, cuya cuenta
corrió por
cortesía de la casa y sin propina.