Crimen y Castigo
ROGER RICARDO LUIS
La soledad parece ser impermeable. Un silencio ancestral
cae sobre la selva, solo lo violenta el rumor de piedras del
paso inexorable del río junto al canto metálico de las
aves, al presagiar la caída de la tarde.
El grupo de la retaguardia va camino del vado de Puerto
Mauricio, el único lugar de la zona por donde puede cruzarse
Río Grande, según el guía, el campesino Honorato Rojas.
La
pequeña tropa la comanda Joaquín y con ellos va Tania, la
única mujer de la guerrilla.
Los 30 soldados del ejército esperan, ansiosos, el
momento de disparar sobre los blancos perfectos que se
dibujarían en las miras de sus fusiles automáticos. Sed de
sangre y de dinero los mantiene en acecho. El miedo lo
llevan por dentro, dispuesto a saltar con la saña propia de
los cobardes.
Tres días atrás, el capitán Mario Vargas daba órdenes
precisas a Honorato de hacerlos cruzar exactamente por el
punto que le decía, no más allá de las tres de la
tarde. Apenas
72 horas después, el traidor recibe en su casa, por tercera vez,
a un grupo de combatientes. La primera vez, le piden
colaborar. Al que llaman Médico, atiende a los hijos enfermos;
hasta uno al que dicen Ramón, pide tomarle fotos. En la
segunda oportunidad, a pesar del miedo, brinda ayuda a otro
grupo; pero es detenido por el ejército. Es en Santa Cruz
donde le dan a escoger entre ser informante o pasar el resto de
la vida en la cárcel.
Son las cinco de la tarde de aquel 31 de agosto de 1967;
llevan cerca de dos horas de tensa espera. El capitán
Vargas mira su reloj una y otra vez. Maldice. Le teme a la
noche. Está a punto de desistir de la emboscada, cuando
descubre entre el monte al campesino y al que llamaban
Braulio.
La víspera, el traidor indica un lugar para acampar a Joaquín
y
su gente. Promete, además, ayudarles a cruzar el río al otro
día.
Esa noche va hacia Vallegrande para poner en manos del
verdugo a los guerrilleros.
El oficial da la orden de no disparar hasta que todos no
estén en el río. Allí, si bien el agua tiene un lecho
bajo, las
piedras sueltas hacen muy difícil cualquier intento de
repliegue: no tendrán escapatoria ante el fuego que se
desatará en apenas unos minutos.
La retaguardia resiste durante meses la demora del regreso del
Che, aislada, acosada permanentemente por el ejército,
obligada a marchas agotadoras, sin probar apenas un bocado,
limitada en sus movimientos a causa de los enfermos y lastrada
por los integrantes de la resaca que, como se esperaba fueron
desertando, carentes de los recursos básicos.
Desde su ubicación, en la ribera opuesta donde ahora se
dibujaban las dos siluetas, algo le llama la atención al
sicario uniformado. Ve que, de repente, se detienen.
Hasta le parece percibir una discusión y con ello una
sospecha de Braulio. El cubano advierte numerosas
pisadas frescas. Honorato lo calma, momentáneamente,
diciéndole que son de sus hijos, quienes suelen cuidar
los animales cuando bajan a beber agua. Terminado el
incidente, el traidor se despide del guerrillero.
En los días finales, hasta Joaquín se retrasa por las llagas
sangrantes que tiene en los pies por caminar descalzo. Es
realmente una columna materialmente diezmada, pero
moralmente no. En todos ellos prevalece la convicción de
encontrarse con el Che o que él, en última instancia, no
los
abandone, pese a todos los infortunios de las últimas semanas.
Inician el tránsito por el río. Van con los fusiles sobre
sus
cabezas, uno detrás del otro, a distancia prudencial.
Braulio, en la avanzada, alcanza la otra orilla. Comienza el
tiroteo. Muere casi de inmediato al entablar combate con
un soldado que llega a aniquilar. Joaquín también lo
logra, pero es herido sobre las piedras. Tania cae muerta
al agua y es arrastrada por la corriente; tras ella va el
Negro pensando que está herida. El resto del grupo
dispara desde sus posiciones en el agua, pero poco
pueden hacer.
Hasta el momento de caer en la emboscada mortal, la columna
de Joaquín realiza una verdadera hazaña. En ello está
la
capacidad militar de su jefe, la decisión y tesón del grupo,
su
astucia guerrillera y la presencia de Tania, elemento clave en la
moral combativa del grupo.
El capitán Vargas no quiere heridos. Los soldados salen
de sus posiciones y los rematan. Los cuerpos sacados
del lugar de la masacre: tienen no menos de seis
impactos de bala en la parte superior del pecho y la
cabeza. Las hienas van sobre los cadáveres en busca de
un botín inexistente, solo encuentran algún reloj.
El Che refiere en su Diario el día 2 de septiembre: "La radio
trajo una noticia fea sobre el aniquilamiento de un grupo de
diez hombres dirigidos por un cubano llamado Joaquín". El 3,
deja constancia sobre la difusión por una emisora extranjera de
que el único sobreviviente es uno de la resaca; sobre la
emboscada dice haberse producido en Vado del Yeso, por el
río Masicuri, información que considera falsa, porque ellos
se
encontraban en la zona y no había indicio alguno de
enfrentamiento.
¡Aquí hay uno!, indica tajante un soldado. De entre unas
piedras, escondido, Carrillo grita: "¡Me rindo! ¡No
disparen!" Otro encuentra, aún con vida, a Ernesto. A
ambos les preguntan por el paradero del Che. Carrillo
llora, gime. Con pánico, como quien quiere lavar una falta,
se apresura y dice a sus captores que no saben, que lo
estaban buscando. Maymura, calla: su silencio digno le
cuesta la vida. Días después, Restituto es encontrado por
una patrulla, río abajo, y rematado a culatazos.
Los partes militares mienten deliberadamente sobre el
escenario verdadero de la emboscada debido a las rivalidades
entre los comandantes de la VIII y la IV divisiones. La primera
lleva a cabo el crimen en la jurisdicción de la segunda; para
ganar la recompensa por cada guerrillero, tuvo que ubicar los
sucesos en un punto de su zona de operaciones.
La noche cae brutal, bañada de sangre sobre el silencio
lúgubre del monte. Ni Joaquín, ni los suyos llegan a saber
que el Che arriba un día después a las inmediaciones de
la casa de Honorato Rojas y, mucho menos, las
anotaciones que sobre el campesino hizo en su diario, el
10 de febrero, donde refiere que era incapaz de ayudarlos
y de prever los peligros que acarrea y por ello
potencialmente peligroso. El entonces presidente de
Bolivia, René Barrientos, paga al delator con cinco
hectáreas de tierra cerca de la ciudad de Santa Cruz,
donde vivió oculto bajo el peso abrumador del pánico
que anida en la conciencia de un traidor. Hasta allí lo
alcanza la justicia revolucionaria el 15 de julio de 1969, de
la mano del Ejército de Liberación Nacional de Bolivia.
Grupo de la retaguardia que el 31 de agosto de 1967 cae
en la emboscada del vado de Puerto Mauricio sobre el
Río Grande, Vado del Yeso
Joaquín (Juan Vitalio Acuña, cubano)
Tania (Tamara Bunke, argentino-alemana)
Alejandro (Gustavo Machín, cubano)
Braulio (Israel Reyes, cubano)
Polo (Apolinar Aquino, boliviano)
Walter (Walter Arencibia, boliviano)
Ernesto o Médico (Freddy Maymura, boliviano)
Paco (José Carrillo, boliviano)
Guevara o Moisés (Moisés Guevara, boliviano)
Negro o Médico (Restituto José Cabrera, peruano)